El 13 de septiembre de 2015, un grupo de turistas, entre los que se encontraban 14 mexicanos, fue atacado por las fuerzas de seguridad egipcias en el marco de un supuesto operativo antiterrorista contra el DAESH o el autoproclamado estado islámico. El ataque, presuntamente realizado desde un helicóptero, dejó un saldo, según la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana, de 8 muertos y 6 heridos. Este aparente error, atroz y condenable, es parte de la estrategia o guerra global contra el terrorismo que ha dejado un incalculable número de víctimas colaterales alrededor del mundo.
El terrorismo, a diferencia del crimen organizado tan bien conocido por nosotros, ha obligado a los gobiernos a utilizar el poder de la fuerza. A partir de los atentados del 11 de septiembre en 2001, se instauró una doctrina fundamentada en el Acta Patriótica de Estados Unidos y en el concepto del terrorista como enemigo combatiente. Esta doctrina despojó de derechos a las personas señaladas como presuntos terroristas y abrió la puerta para su eliminación sin juicio de por medio.
La guerra global con el terrorismo hizo propia la doctrina estadunidense de eliminación de enemigos combatientes. De tal forma, que fue utilizada por las fuerzas multinacionales que se desplegaron en las guerras de Afganistán e Irak. Así como en la “cacería” mundial de terroristas que se ha desarrollado desde aquel fatídico 11 de septiembre hasta nuestros día. Una de las naciones que aplica dicha doctrina es Egipto, entre otras que en su momento fueron noticia como Paquistán, Somalia y Yemen.
La doctrina, aparte de permitir la eliminación de enemigos, retoma la prevención como elemento central. Esto implica que cualquier sospechoso con intención de cometer un acto de terrorismo también puede ser eliminado. Esta cuestión, que puede sonar extraña, es probablemente una de las diferencias básicas entre las llamadas guerra contra las drogas y la guerra contra el terrorismo. Donde en la primera, se supone, las fuerzas de seguridad buscan la aprensión del probable responsable para presentarlo ante un juez, mientras que en la segunda se busca su eliminación.
Esta diferencia, sustancial y cruda, ha estado en discusión desde que fue adoptada. La idea de eliminar y no detener a los presuntos terroristas ha dejado huecos legales. Los más discutidos han sido aquellos enfocados al supuesto derecho que tiene un Estado de eliminar a sus ciudadanos, ya sea en territorio nacional o en el extranjero. Hay una convención de que a los extranjeros en otro país se les puede catalogar como enemigos combatientes y que por lo tanto se les puede eliminar, pero hay dudas sobre si, por ejemplo, el gobierno de Estados Unidos o el británico pueden asesinar a sus ciudadanos que se encuentran en otro país apoyando al terrorismo radical islámico, ya sea Al Qaeda, DAESH o cualquier otra organización en África o Asia.
El problema con esta estrategia, y que ha dejado un sinfín de bajas colaterales, es su exactitud. Si en todos los casos los blancos fueran terroristas pocos se atreverían a cuestionar la doctrina. Sin embargo, el alto nivel de mortalidad colateral de los bombardeos “quirúrgicos”, que han tocado escuelas y hospitales deja mucho que desear. Aunado a ello, los objetivos son seleccionados conforme a reportes de inteligencia, los cuales no en todas las ocasiones han sido producidos con el rigor que se esperaría, pero que son el elemento de sentencia que dan pié a la eliminación de presuntos terroristas.
Afortunadamente, el uso de la inteligencia para sentenciar no se ha extendido más allá de la guerra contra el terrorismo. En el caso del crimen organizado se ha mantenido el objetivo de detener a la persona para presentarla ante un juez y no eliminarla. Esto pese a los intentos, en Estados Unidos, de incluir la inteligencia como evidencia probatoria en los juicios que se llevan a cabo en su territorio. Cuestión a la que no somos ajenos y que también puede estar en la cabeza de algún funcionario de nuestro país, interesado en utilizar los informes de inteligencia, naturalmente opacos y confidenciales, como todo aquello que tiene que ver con la Seguridad Nacional, para sentenciar a los presuntos criminales y dar por cerrado los casos rápidamente. Sobre todo teniendo como referencia las dificultades que tienen las procuradurías para obtener sentencias condenatorias.
En estos dos casos, la razón de fondo para no utilizar la inteligencia, es su secrecía, poca transparencia y confidencialidad que dificulta su respaldo con elementos y hechos contundentes que puedan ser divulgados más allá de la comunidad de inteligencia. De tal forma que su uso permitiría la existencia de investigaciones que ni siquiera el presunto responsable podría conocer y por lo tanto debatir, tal como sucede con los enemigos combatientes en proceso judicial detenidos en la prisión de Guantánamo.
Aplicar la doctrina de la guerra contra el terrorismo en contra del crimen organizado, puede sonar osado. Unos dirían que hay una diferencia sustancial entre eliminar terroristas y eliminar criminales. El problema con esta idea es que a lo largo de la historia se ha probado la existencia de vínculos entre el terrorismo y el crimen organizado. No es desconocida la convivencia de criminales y terroristas internacionales en el norte de África, ni tampoco sería la primera vez que se vincularan. Ejemplos sobran, Al Qaeda, ETA, las FARC y el IRA, se vincularon en su momento con actividades criminales. Y esto no es raro, inclusive se puede decir que es natural, puesto que utilizan los mismos canales informales de tráfico, venta y compra; aprovisionamiento y ocultamiento, generalmente en naciones débiles o fallidas. Aunado a ello hay que tener en cuenta que un terrorista es un criminal, pero que un criminal no siempre es un terrorista.
Esta vinculación de actividades terroristas con el crimen organizado es la pesadilla de altos funcionarios en Estados Unidos y en México. Sin embargo, no es necesario que suceda para comenzar a tomar medidas que aseguren a nuestro país y el vecino del norte. Terrorismo en México no hay. Ahora bien, a últimas fechas dos casos nos deben de mantener en alerta. Por un lado un presunto mexicano identificado como Abu Hudaifa al Meksiki fue militante del DAESH y en las últimas semanas extraoficialmente se ha identificado a un ciudadano México-Británico en nuestro territorio como parte de una red de reclutamiento del mismo DAESH.
Estos dos hechos, no representativo numéricamente hablando, demuestran que no estamos tan lejanos al terrorismo como pensamos y que el riesgo se encuentra latente, ya que no se necesitan a decenas o centenas de personas para planear y ejecutar un atentado terrorista, debido a que tan solo un pequeño grupo de personas puede causar un daño enorme. Son múltiples los casos que lo demuestran, pero no sobra recordar el daño hecho en Oklahoma en la década de los noventa del siglo pasado por Timothy McVeigh y Terry Nichols o, en 2011, la matanza de Anders Breivik en la Isla de Utøya en Noruega y más recientemente el atentado realizado por los hermanos Dzhokhar y Tamerlan Tsarnaev en el maratón de Boston en 2013.
Ante este complicado y relativamente nuevo escenario, respecto al terrible supuesto error de las fuerzas de seguridad egipcias, no sobra preguntarnos: ¿cómo hubieran respondido nuestras fuerzas de seguridad en un caso similar?, ¿qué leyes tenemos?, ¿qué instituciones tienen los insumos para poder hacer frente a un fenómeno terrorista? y sobre todo ¿qué valores regirían una campaña antiterrorista? Esto en una época en que nuestro país cada vez tendrá mayor participación en conflictos internacionales, que somos un aliado estratégico de Estados Unidos y centro de todo tipo de actividades criminales.
Al parecer el Congreso mexicano no tiene en mente el terrorismo, las tímidas reformas del Código Penal Federal publicadas el 14 de marzo del año pasado lo demuestran. Pero tampoco parece ser una prioridad para las Fuerzas Armadas quienes ven el tema como lejano y poco importante, y a las agencias de seguridad civiles no se les podrá pedir mucho, ya que se encuentran luchando a contra marea con el crimen organizado. En este escenario parece que solo nos queda esperar que no nos volvamos blanco o centro de actividades terroristas y que la cooperación internacional en materia de seguridad funcione adecuadamente. El tiempo lo dirá y esperemos que las personas que se encuentran en los más altos niveles de responsabilidad en las instituciones de seguridad tengan la información, conocimientos y experiencia necesarios para tomar las decisiones más adecuadas que abonen a la paz y seguridad del país y de un mundo interconectado y convulso.
Agradezco los valiosos comentarios de Misael Barrera Suárez
Fernando Jiménez Sánchez es politólogo y Doctor en Análisis y Evaluación de procesos Políticos y Sociales por la Universidad Carlos III de Madrid y máster en Análisis y Prevención de Terrorismo por la Universidad Rey Juan Carlos.