El presidente Donald Trump informó el 27 de noviembre que había iniciado el proceso para catalogar a cuatro organizaciones criminales mexicanas como terroristas. La noticia ha obligado a analizar qué tanto la violencia vivida en México se apega al concepto de terrorismo y, aún más importante, qué tipo de repercusiones puede conllevar una decisión de este tipo para México.
El concepto de terrorismo es complejo, ni legal ni académicamente existe un acuerdo. Algunas definiciones son laxas, mientras que otras son específicas, ante ello, como terrorismo podemos entender, desde el miedo creado por encender una motocicleta en un centro comercial (San Luis Potosí, 2012), hasta los mega atentados con cientos de víctimas mortales (Estados Unidos de América, 2001). Estos dos polos son el vivo ejemplo de las complejidades para comprender las conductas criminales y violentas que las autoridades catalogan como terrorismo.
México, en el tema de la seguridad internacional y específicamente en el terrorismo, ha sido un actor pasivo. Después de pretender, en contra de toda la solidaridad, intercambiar acuerdos respecto a la política migratoria a cambio de votos en el Consejo de las Naciones Unidas para el apoyo de acciones en la lucha antiterrorista en 2003 y durante la administración del expresidente Vicente Fox y su canciller Jorge Castañeda, México fue dejado a un lado en el sistema internacional de seguridad.
Desde entonces, en nuestro país ni se discuten ni desarrollan medidas para hacer al planeta más seguro, a lo mucho se han firmado todos y cada uno de los acuerdos internacionales y seguido las directrices, nada fáciles de cumplir, impuestas en la lucha antiterrorista liderada por Estados Unidos, la Unión Europea y la Organización de Tratado de Atlántico Norte (OTAN), cuestión que ha ayudado a que nuestro país no quede señalado como un actor que dificulta la lucha o, que en el peor de los casos, apoya al terrorismo.
El sentimiento nacionalista mexicano y el desinterés por conocer y comprender un fenómeno aparentemente ajeno, sumado a un incremento sostenido de la violencia criminal vinculada al tráfico ilegal de drogas, ha tenido como consecuencia que el fenómeno terrorista sea un tema secundario, poco importante y que por ende carezcamos de una sociedad crítica e informada que analice el complejo fenómeno terrorista y las consecuencias que tiene para las naciones y sus poblaciones.
Esta situación de desinterés gubernamental y social de casi dos décadas, del fenómeno que ha marcado y definido la primera década y media del presente siglo, puede hacer que la proactividad mostrada por el gobierno de los Estados Unidos pase desapercibida como un espacio de oportunidad para reprimir las actividades criminales. La violencia y la corrupción asociada, que ha cobrado un mayor número de víctimas mortales y heridos que la mayoría de los fenómenos terroristas, la exhibición brutal de violencia, la modificación del actuar de los ciudadanos y de las agendas, prioridades y presupuestos gubernamentales justifica tomar en serio la propuesta del gobierno de los Estados Unidos.
El poco acuerdo que existe a nivel mundial sobre la definición del terrorismo es que es una táctica o un medio para conseguir un fin, que utiliza la violencia (generalmente sistemática), para obtener o propiciar objetivos políticos. Al ser una forma de violencia política, está relacionada con demandas sociales que se han presentando y crean a menos 5 diferentes categorías: 1) religioso, como el realizado por Al Qaeda o el autodenominado Estado Islámico a nivel internacional o a nivel nacional como el culto de Aum Shinrikyo en Japón; 2) etnonacionalista/independentista como el de la IRA en el Reino Unido, la ETA en España o los Tigres Tamiles en Sri Lanka; 3) de extrema derecha como los grupos paramilitares en Colombia o los Contras en Nicaragua; 4) de extrema izquierda como las RAF en Alemania, las FARC en Colombia o Sendero Luminoso en Perú; 5) de defensa de la naturaleza como PETA o el Frente de Liberación Animal en Estados Unidos.
Estas cinco categorías se alimentan de una gran variedad de demandas, las cuales, dependiendo del tipo de gobierno (democracia o régimen autoritario), han llevado a serias discusiones y dudas sobre la forma en que se cataloga el terrorismo. Los ejemplos que dejan dudas a ciertos sectores sociales sobran, en Sudáfrica el premio nobel de la paz Nelson Mandela fuera sentenciado por delitos de terrorismo; el gobierno de Estados Unidos intentó, sin éxito, acusar a Edward Snowden de terrorismo. En Europa, España realizó grandes esfuerzos diplomáticos en la década de los 80 para que ETA fuera considerada por Francia como una organización terrorista; también hay grupos de izquierda que defienden y justifican la violencia de Sendero Luminoso en Perú, las FARC en Colombia o los Tigres Tamiles en Sri Lanka, al igual que sucede con sectores importantes de la población islámica radical quienes defienden a Al Qaeda.
Esta situación se explica a partir del siguiente dilema: dependiendo de las circunstancias de vida, valores, creencias e ideología que una persona tenga puede definir a otra persona que ejerce la violencia ya sea como terrorista, como dedicada a la lucha social o como un criminal sin más objetivo evidente que el lucro. Este dilema es la base para que no lleguemos a un acuerdo internacional sobre el concepto de terrorismo y menos sobre las personas u organizaciones que deben de ser perseguidas por este tipo de delito, pues lo que a unos es claramente un acto de terrorismo para otros puede ser comprendido como uno en contra de la opresión, para la mejora de la vida de las personas y sus libertades y en otras instancias, como una empresa claramente criminal.
Pese a estas dificultades conceptuales a partir del 11 de septiembre de 2001 y los subsecuentes ataques terroristas en capitales occidentales se han desarrollado herramientas que hacen palidecer a las existentes para luchar contra la criminalidad. Para comenzar el antiterrorismo implica el trabajo en conjunto de las instituciones de seguridad de los estados, independientemente de su tipo, tanto policías nacionales, federales y locales, como militares, como servicios de inteligencia, de protección de fronteras, hacendarias, penitenciarias y de seguridad informática, son partícipes, sin titubeos en su represión.
Por si no fuera poco, las instituciones de seguridad de los estados se apoyan en el sector privado para realizar sus funciones, de tal forma que bancos y servicios financieros, empresas tecnológicas, de telecomunicaciones o de transportes trabajan en conjunto con los gobiernos para luchar en contra de las actividades terroristas.
El trabajo conjunto de las autoridades, el sector privado e inclusive el social, ha dado como resultado la creación de un sistema antiterrorista internacional complejo, en gran medida clasificado, compuesto por herramientas para la identificación de personas, el intercambio de información y datos, la vigilancia de presuntos responsables, el análisis e inteligencia, la coordinación interinstitucional, la formación de recursos humanos y la detención y neutralización de blancos, a nivel estatal, regional e internacional antes inexistente e inalcanzable para la mayoría de las naciones.
El mensaje de este sistema antiterrorista internacional establecido a nivel global es que el terrorismo nunca saldrá victorioso, que la fuerza de las instituciones de seguridad, civiles y militares va a ser utilizada hasta ese último punto de quiebre entre la lucha antiterrorista y el respeto a la vida y los derechos humanos de los posibles responsables e inclusive que las acciones y medidas en contra del terrorismo pueden encontrarse por encima de las leyes nacionales e internacionales.
De tal forma que, la propuesta del presidente Trump crea un área de oportunidad que puede dar acceso a México a los más refinados sistemas de seguridad global, a herramientas de inteligencia hasta hoy fuera de nuestro alcance y a instrumentos de persecución de las actividades criminales de algunos de los cárteles mexicanos que en mucho ayudarían al país. Esto sin duda sería positivo para desarticular organizaciones, disminuir la violencia que ejercen, atajar las redes de corrupción y de beneficiarios que actualmente se encuentra intocadas y continuar en la construcción de instituciones y en la solución de los múltiples problemas que tiene el país.
Desde una óptica sería positivo que el gobierno mexicano ponderará los beneficios en la lucha contra la criminalidad y la violencia con la inclusión de organizaciones terroristas en la lista elaborada por los Estados Unidos de ciertas organizaciones criminales mexicanas. Que analizará los beneficios que puede acarrear para las instituciones nacionales de seguridad y las herramientas existentes como los Centros Regionales de Fusión, la Plataforma México, los grupos de alto nivel y las capacidades estratégicas y operativas de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana para crear grupos multinacionales para identificar, vigilar y detener a los presuntos responsables o facilitadores de las actividades criminales.
Esconderse en la soberanía como los gobiernos anteriores podría ser un error de apreciación que impediría marcar un antes y después, posicionar a México como un actor proactivo en la guerra global contra el terrorismo, antes de que en la Unión Europea o en el propio Estados Unidos surjan voces que cuestionen nuestro compromiso en la lucha antiterrorista o que las consecuencias de las actividades criminales en nuestro país nos vuelvan un Estado susceptible de ser intervenido en la guerra global contra el terrorismo.
Agradezco los valiosos comentarios de Misael Barrera Suárez. Síguelo en @MisaelBarreraS
Fernando Jimenez Sánchez es investigador CONACYT y de El Colegio de Jalisco. Politólogo y Doctor en Análisis y Evaluación de procesos Políticos y Sociales por la Universidad Carlos III de Madrid y máster en Análisis y Prevención de Terrorismo por la Universidad Rey Juan Carlos. Síguelo en @fjimsan