México, desde antes de los ataques terroristas del 11S en Estados Unidos de América, ha tenido dificultades para entablar un diálogo que implique el concepto de terrorismo. Cada que se presenta un atentado, y que se busca analizar, demostramos serias carencias conceptuales para explicar esa violencia política que ha marcado las relaciones internacionales durante la primera década del siglo XXI.
El concepto de terrorismo innegablemente es complejo e implica un nivel de análisis interdisciplinario que crea grandes discusiones a nivel internacional. En México esto no sucede, las dificultades para explicar el terrorismo hacen que pongamos poca atención y que en general se caiga en lugares comunes, en ocasiones incorrectos.
A la de por sí complicada definición política, sociológica y legal, que tiene el terrorismo en todo el planeta, en México hay que sumarle una posición gubernamental ambigua, la cual busca evitar un compromiso principalmente político en contra de este tipo de violencia. Dicha postura es derivada de la carga ideológica que el terrorismo ha implicado históricamente y del uso que se le ha dado para catalogar de negativo el uso legitimo e ilegitimo de la violencia para obtener objetivos políticos.
El termino terrorismo ha sido utilizado por gobiernos de occidente con déficit democráticos, no el mexicano, para definir “negativamente” las demandas del otro, del luchador social y de todo aquel que rete al status quo; pese a que, en los inicios del siglo pasado, el término fuera utilizado con una connotación un tanto positiva, por el trasfondo político y de liberación social que implicaba y que diferencia al terrorismo de la criminalidad enfocada en el beneficio económico e individual.
El abuso de término lo ha desgastado enormemente y esto ha complicado su correcta comprensión, ya que los medios de comunicación y algunos gobiernos, encajonan casi todos los actos de violencia de alto impacto como atentados terroristas. De tal forma que desde el abatido Osama Bin Laden y Al Qaeda, el actual diputado provincial vasco Arnaldo Otegui y ETA en España, el líder del partido Sinn Fein Gerry Adams del IRA en Irlanda o el premio nobel de la paz Nelson Mandela, fueron catalogados en su momento como terroristas.
Así mismo, desde grandes atentados como el de las torres gemelas en Estados Unidos de América en 2001; el de un francotirador en Washington DC en 2002, los realizados contra del transporte público en Madrid en 2004 y en Londres en 2005; así como, el ataque en contra un campamento de jóvenes en Utoya, Noruega en 2011, los atentados múltiples en de Bruselas en 2016, el de París en una sala de conciertos en 2015, el atropellamiento masivo en las Ramblas de Barcelona en 2018 o el ataque de un francotirador en Las Vegas en 2017, han sido catalogados como terrorismo. Como También lo fueron las cartas bomba enviadas a funcionarios del FMI o a miembros de la comunidad científica, así como, las acciones violentas, quema de lotes de vehículos, de la organización de Personas por el Trato Ético de los Animales o PETA en los Estados Unidos de América.
Ante ello, el terrorismo se entiende y actúa en muy diversas formas, lo cual confunde y hace complicado distinguirlo de otro tipo de violencia, incluyendo la criminal. En México, el concepto se ha utilizado en pocas ocasiones, en Veracruz en 2011, se utilizó para catalogar el pánico creado por mensajes en redes sociales y en 2012, en San Luís Potosí, por desatar terror al encender una motocicleta en un centro comercial. Aparte de ello, pocos actos que no estén relacionados con actividades criminales pueden ser recordados como actos de terrorismo.
La tradición en el país ha sido catalogar como guerrilleros, insurgentes y criminales a las personas o grupos que hacen uso de la violencia con fines políticos. Por ello, durante décadas, el Estado mexicano se negó a catalogar a organizaciones eminentemente terroristas como tales, e inclusive no tuvo reparo en convertirse en una suerte de santuario en el que los presuntos terroristas podrían vivir sin ser perseguidos y en relativa paz, pese a encontrarse acusados de delitos de sangre en otras naciones, como fue el caso de Hilario Urbizu San Román, presunto miembro de ETA detenido en 2003 en México y acusado de un asesinato cometido en España en 1980.
Esta práctica mexicana aplicada tanto para terroristas de extrema derecha, como de izquierda e inclusive fanático religioso, parece haber terminado. El ataque terrorista del pasado 3 de agosto realizado en contra de la comunidad mexicana por Patrick Crusius que dejo un saldo de 22 muertos y 24 heridos en el paso Texas, parece ser el parteaguas de una nación negada a utilizar el concepto terrorista. La pronta respuesta del canciller Marcelo Ebrard para presionar que se catalogara el acto de violencia como terrorismo no tiene antecedente y más allá de un caso aislado, podría ser el inicio, nada sencillo, de una transformación de la política interior y exterior mexicana en seguridad.
La demanda mexicana de catalogar como terrorismo dicho acto, cuestión concordante con las autoridades locales y el FBI, y la intensión de perseguir hasta las ultimas consecuencias el terrorismo radical de derecha en contra de la población México-Americana en Estados Unidos de América, e inclusive, la idea de enjuiciar al responsable en tierras mexicanas es novedosa y un arma de dos filos para el gobierno de nuestro país.
Si bien es innegable la responsabilidad de proteger a la población mexicana en el exterior en contra de los actos de violencia política y los compromisos internacionales en la lucha contra el terrorismo, en el país existe un gran déficit respecto a la atención, prevención y contención de los actos de violencia, micro o simbólica, en contra y conforme a la misma agenda de extrema derecha de Patrick Crusius.
En México, por desgracia, existen históricas bases de odio y supremacía, de los que el privilegio les da derecho sobre los demás, nacionales o extranjeros. El color de piel, nacionalidad, posición social o capacidad económica, han dado derechos para el ejercicio sistemático de violencia, física, verbal y simbólica a lo largo y ancho de la nación, que es aceptada, normalizada, interiorizada e inclusive defendida por aquellos incapaces de cuestionar sus propios privilegios.
Ante ello, el gobierno actual tiene un doble reto, el primero es tener una posición homologada en contra de la violencia política terrorista en cualquiera de sus expresiones, de derechas, izquierdas o religiosas. El segundo es comenzar por casa e iniciar actividades para desmantelar las prácticas y grupos que ejercen diversos tipos de violencia y que en situaciones extremas pueden llevar a actos similares a los acontecidos en el Paso Texas.
Estas dos cuestiones, altamente complejas, implican modificar actitudes e ideales muy arraigados en el país, que han sido poco cuestionados y son aceptados por grandes porciones de la sociedad mexicana. De igual forma, comenzar a conocer y reconocer los esfuerzos que se han realizado en otras naciones, Estados Unidos de América incluido, por acabar con el fundamentalismo, el radicalismo y la violencia política que ha caracterizado el inicio del presente siglo implicará un esfuerzo para que dejemos de ser ambiguos en un tema que marca y marcará la seguridad en el planeta.
Agradezco los valiosos comentarios de Misael Barrera Suárez. Síguelo en @MisaelBarreraS
Fernando Jimenez Sánchez es investigador CONACYT y de El Colegio de Jalisco. Politólogo y Doctor en Análisis y Evaluación de procesos Políticos y Sociales por la Universidad Carlos III de Madrid y máster en Análisis y Prevención de Terrorismo por la Universidad Rey Juan Carlos.
Síguelo en @fjimsan